martes, 3 de junio de 2014

Scarlatti en Sevilla, de E. Cozarinsky.




Embrujados


“Conozco pocos lugares donde me sienta más a gusto que en Andalucía. Allí cristianos, musulmanes y judíos habían hallado un modus vivendi, seguramente difícil y, como todo arreglo, sin gloria; pero sus frutos fueron espléndidos e innumerables: poesía, arquitectura, música, traducciones, placeres, ciencia.” (Edgardo Cozarinsky en "Lejos de Sevilla", texto fechado en 1992 e incluido en El pase del testigo, Buenos Aires, Sudamericana, 2001)

Los poco más de dos minutos, insertados entre el cartel donde las compañías productoras presentan y el que tiene inscripto el título del film, a través de grabados de época y de una maqueta del Escorial en la banda de imágenes y de una voz over femenina desde la banda de sonido, dan a conocer, con ejemplar brevedad, los pocos hechos que han llegado hasta nosotros de la vida del músico Domenico Scarlatti (1685-1757), otro de esos hombres que interrogados desde hoy aparecen nimbados de misterio, tan atractivos para Edgardo Cozarinsky, como lo testimonian sus libros o sus films.


Scarlatti en Sevilla, trabajo que forma parte de la serie Opus producida por Mildred Clary para el Instituto Nacional del Audiovisual francés donde una serie de intérpretes hablan de los músicos que interpretan y del porqué de su elección, salta, insinuando mucho a través del montaje paralelo, de la representación del oscuro palacio a una palmera acariciada por el viento en el Alcázar de Sevilla. Y desde allí poco más se hablará de Scarlatti, del que hasta su firma desconocemos, pero se oirá su música, mayoritariamente interpretada por el pianista alemán Christian Zacharias quien también hablará de su obsesión por la obra del compositor italiano.

Cuando Zacharias, que se interpreta a sí mismo con una rara y comunicativa habilidad, descifra en un piano, ubicado en la bella construcción árabe, la partitura de la Sonata K.55 en sol mayor, la segunda que se oye durante el metraje, Cozarinsky elige registrarlo en un plano estático que dura casi seis minutos. Poco más adelante, incluirá un extracto de Carnegie Hall films, que los títulos finales acreditan al documentalista estadounidense Robert Snyder sin aclarar el año de su rodaje aunque una leyenda escrita en el fragmento incluido aclara que el concierto se llevó a cabo en 1953, donde, en clavecín, Ralph Kirpatrick, asimismo autor de un libro indispensable sobre la producción de Scarlatti, interpreta la Sonata K.119 en do mayor. Acá Snyder opta por fragmentar en quince planos la interpretación que dura poco más de dos minutos y treinta segundos. La confrontación de estos dos momentos revela que el cineasta argentino, a los once minutos de metraje, ha decidido que lo importante es que el espectador sea subyugado, y para eso debe obviar todas las interferencias posibles, por la manera en que Zacharias lee la música de Scarlatti, mientras que Snyder, a través de su opción por una fragmentación clásica, obtiene un efecto dramático que perturba la audición de la música. Esta discreta lección, fruto de una arriesgada elección, acerca de cómo filmar a un intérprete musical mientras trabaja –¿registrando o narrando?– debería ser atendida más a menudo. (Y empleo el verbo filmar aunque Scarlatti... haya sido grabada en video porque el grado de reflexión sobre la imagen, cualquiera sea su soporte, que exhibe la obra de Cozarinsky es propia del cine.)

Un plano detalle muestra el nombre de una plaza: “Cruces”. Si por un lado ese nombre refiere a la iconografía del cristianismo, tan presente en Sevilla en su versión católica, también alude a una de las estrategias más utilizadas en la producción de Cozarinsky: la de cruzar aquello –vidas, espacios, historias– que en principio nada llama a encontrarse. Como en
Bulevares del crepúsculo –donde se entrecruzan, entre varios otros, la Falconetti, Le Vigan y el mismo Cozarinsky–, La guerra de un solo hombre –los textos de Jünger y las imágenes de archivo– o Fantasmas de Tánger –el viajero, el niño y Paul Bowles–, en Scarlatti... hay también encuentros inesperados. Volvamos a la plaza Cruces. Allí Zacharias, con la peculiar sonoridad de su francés de extranjero, le dice a la cámara: “¿De dónde viene este amor por Scarlatti? Me pregunto ¿cuándo comenzó?”. Poco tiempo después, le dirá: “Para mí vivir con Scarlatti significa pasar la vida junto a un compositor”. Este inolvidable alemán –que sueña con escribir una historia de la música española a partir de su influencia sobre compositores de otros países europeos: Scarlatti, Mozart, Schubert, Ravel ...– se cruzó en algún lugar de su infancia con las sonatas del italiano y ya no pudo deshacer el embrujo que su música operó sobre él. Pero tras ese sortilegio declarado verbalmente, está ese otro que revelan las imágenes, el que une a Sevilla con Cozarinsky. Y ese entrecruzamiento, Zacharias-Scarlatti y Cozarinsky-Sevilla es el que alimenta todo el film y alcanza su evidencia mayor en uno de los fragmentos más intensos que haya filmado el autor de Citizen Langlois (es decir, por lo tanto, uno de los fragmentos más intensos que puedan encontrarse dentro del cine anémico que comenzó a rodarse por los ’80 y que así continúa hasta hoy). Si, como lo demuestra impecablemente Zacharias, la sonoridad, musical o no, de Sevilla es un sustrato sobre el que se asientan las sonatas de Scarlatti, Cozarinsky lo reafirma mediante el calculado ensamblaje de imágenes y sonidos en una secuencia construida mediante el montaje, de imágenes y sonoro, que, deliberadamente, se opone al registro, comentado más arriba, de la Sonata K.55 en sol mayor. A partir de unas imágenes del Don Juan de Marcel Bluwal, que representan el momento en que el Comendador viene a buscar al tenorio, se suceden, a un ritmo que me hace pensar en los incontrolables estremecimientos de un orgasmo, las músicas de Sevilla y Scarlatti, los deslumbrantes atavíos para la ceremonia taurina, el arte religioso, la exuberancia de alimentos, los pies danzantes de Zacharias, los sonidos de la fiesta, las señales de la convivencia anteriores a 1492... Como si Cozarinsky, en la sala de montaje donde puede conjeturarse que se escribió el guión, hubiera pensado “voy a mostrarles qué es para mí Sevilla”.

Y para el final, de la película y de la reseña, ese gitano borracho que canta coplas al pie de la Giralda. Una imagen insólita en la cuidada escritura de la producción de Cozarinsky: le falta luz, el encuadre aparece como indefinido. Fue, él lo contó en una entrevista concedida a
Kilómetro 111, un encuentro que tuvo en la calle y que filmó como las circunstancias se lo permitieron. Disponerla en el cierre es una afirmación vital, una declaración de principios que confirma ese lugar excéntrico, solitario, desde el que Cozarinsky construye su obra.

Ficha técnica:

Scarlatti en Sevilla (Scarlatti a Seville)
Francia/Alemania, 1990.
Francés y castellano, color y b/n, 58min.
Dirección: Edgardo Cozarinsky.
Intérprete: Christian Zacarias.
Guión: Edgardo Cozarinsky.
Fotografía: Maurice Perrimond.
Montaje: Renzo DiLullo.
Sonido: André Siekierski (toma) y Claude Moretti (mezcla)
Música: Sonatas de Domenico Scarlatti: K. 183 en fa menor, K. 55 en sol mayor, K. 193 en mi bemol mayor, K. 491 en re mayor, K. 492 en re mayor, K. 532 en la menor, K. 386 en fa menor, por Christian Zacharias en piano y K. 119 en re mayor, por Ralph Kirpatrick en clavecín.
Documentación: Yann Flutiaux.
Post-producción: Eric Rault.
Extractos de: Carnegie Hall films, de Robert Zinder y Don Juan, de Marcel Bluwal (Producción ORTF, 1965).
Jefe de producción: Yves Valero.
Producción: Mildred Clary.
Compañías productoras: La Sept, Institute Nacional de l’ audiovisuel, W.D.R ( Colonia) con la participación del Centre National de la Cinematographie y del Ministere de la Culture (Direction de la Musique)

EMILIO TOIBERO.

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