Casi todo el film es un largo racconto, salvo el principio, el final
y un plano colocado en la mitad del metraje que, astutamente, vuelve a
advertir al espectador acerca de la disposición temporal de aquello que está
viendo. Quién recuerda es Paulo Martins, un poeta y periodista que incursiona
en los vaivenes de la política latinoamericana tal como se manifiestan en
Eldorado, un país imaginario, summa de lo que en el momento del rodaje se
nombraba como Tercer Mundo, que Rocha volvería a mencionar en la magnífica Cabezas
cortadas (1971). La estructura no se permite ninguna transgresión respecto de
la focalización elegida: todos los hechos se conocen junto a Paulo y de
aquellos en los que él no participa, como el diálogo entre Porfirio Díaz,
Julio Suárez y Álvaro, se muestra cómo se enteró (el discurso repite, para
que no queden dudas, la situación en que Álvaro se lo cuenta). Es evidente,
entonces, que la estrategia narrativa está armada para que nos identifiquemos
con Paulo y, sobre todo, con su recorrido: de protegido de un político de
derecha, Porfirio Díaz, a colaborador cercano de un político populista,
Felipe Vieira, que tanto recuerda, y no sólo por su aspecto físico, a Raúl
Alfonsín, con un intermedio en un diario que se pretende libre y con
intereses nacionales, para terminar proponiendo la violencia, aunque conduzca
a la muerte, como única salida posible de la corrupción y el hambre.
En una carnavalesca (no está de más recordar aquí la lectura de Mikhail
Bajtin de Gargantúa y Pantagruel) reunión en la terraza del palacio donde
vive el gobernador Vieira se dan cita todas las clases sociales para
obligarlo a definir su política frente al senador Díaz, al ritmo taladrante
de la percusión de las batucadas. Cuando a un sindicalista, representante de
las clases oprimidas, se le concede la palabra no atina a decir nada.
Entonces desde atrás Paulo lo toma y, mirando a cámara, es decir
interpelándonos a nosotros, dice: “¿Están viendo lo que es el pueblo? ¡Un
imbécil analfabeto, despolitizado!” Pero Rocha no deja una contradicción sin acentuar.
Otro hombre afirma que él y no el otro es el pueblo, que tiene siete hijos
hambreados y está sin trabajo. La respuesta de los representantes de la
Iglesia y de las fuerzas vivas no se hace esperar, para ellos es un
extremista, porque el hambre, sostienen, es extremista. Identificados con
Paulo, que sobre el principio se define a sí mismo como un burgués, palabra
que mayoritariamente puede designar a los espectadores cinematográficos, nos
vemos problematizados –búsqueda permanente del discurso– al ver que él
también está preso de su imaginario que le impide reconocer su lugar en la
malla que teje el poder. (Utilizamos la palabra imaginario en el sentido que
le otorga, psicoanálisis mediante, Roland Barthes en 1968, como el lugar
articulado por lenguaje e imágenes que le sirve al sujeto para desconocerse a
sí mismo).
Sin embargo, el final es claro, no permite dudas ni deja lugar a
ambigüedades. Los planos generales, en un contrapicado que eleva la figura de
Paulo, lo proponen como un héroe de la épica que, recortado contra el cielo,
herido y con un arma en la mano, todavía está dispuesto a matar mientras las
ráfagas de ametralladora, que son una presencia constante en la banda sonora,
aumentan su volumen como queriendo derramarse a lo largo y a lo ancho de
Eldorado, país imaginario reitero pero con referentes bien concretos.
La furia, incandescente, de este personaje está mostrada cinematográficamente
de maneras múltiples. Rocha cambia las proporciones del encuadre de acuerdo a
su necesidad expresiva, escribe líneas de un poema sobre la imagen, repite
los planos, acude a la exacerbación operística en las bandas de imagen y
sonido, encierra en extenuantes travellings, circulares y hechos a mano, a
sus personajes, opta por puntos de cámara cenitales que hacen estallar la
construcción espectatorial del espacio... Sorprende siempre eligiendo los
recursos menos previsibles, como cuando Sara y sus compañeros de militancia
van a buscar a Paulo a su departamento para que vuelva a la acción política,
acompañados, desde la banda sonora y sin ningún tipo de justificación, por
una canción romántica que es la que carga sobre sí el peso de no hacer
olvidar la relación amorosa que los une. Para expresar el carácter caótico de
las situaciones que narra –al menos así las ve el protagonista– el cineasta
recurre al caos. Pero, si se lo observa atentamente, se advierte el profundo
cuidado, la llameante intencionalidad con que dicho caos está pensado.
Como un elefante entrando a galope en el interior de varios bazares que siguen
aún hoy dando redituables ganancias, Rocha provoca graves daños saqueando
unos cuantos. El armonioso bazar del cine clásico, especializado en
antigüedades recubiertas de moho, queda hecho añicos, no sólo por el
aniquilamiento de sus procedimientos sino también por el señalamiento de la
ideología que alberga. El sufrido bazar de las buenas intenciones
humanitarias no puede menos que agrietarse ante frases como ésta que dice
Paulo: “...la caridad sólo prolonga y agrava la miseria”. El apacible bazar
de las grandes palabras y los grandes gestos es dado vuelta, como si fuera
sólo un liviano guante, para mostrar que el destino de Eldorado –y esto está
afirmado en 1967 donde todavía podía formularse la célebre pregunta de Serge
Daney: “¿Qué sería de un cine que no debiera nada a los Estados Unidos?”–
está en manos de la extranjera compañía EXPLINT (Explotadora Internacional),
de la que todos los hombres políticos y los hombres públicos del país
ficcional, en mayor o en menor medida, son asalariados.
La palabra portuguesa transe alude, para Rocha, a “(...) un estado de
convulsión desvelada que asaltaba a la conciencia creadora, le daba su
verdadero impulso y no permitía que la obra realizada se independizase de los
espasmos que la habían originado” (Horacio González, en Kilómetro 111, n° 2).
Imagino, habida cuenta de mi experiencia personal, que ese estado, desde el
que parece estar construida Tierra en trance, se trasmite al espectador y lo
modifica cumpliendo así el sueño de las plataformas de las vanguardias históricas.
No son muchas las películas que a treinta y cinco años de su rodaje provoquen
un impacto quizá mayor que en el momento de su estreno. Claro está que vista
desde el contexto que suministra la Argentina en el año 2002.
Ficha
técnica:
Tierra
en trance (Terra em transe)
Brasil, 1967.
Portugués y castellano, B/N, 107m.
Dirección y guión: Glauber Rocha.
Intérpretes: Jardel Filho (Paulo Martins), Paulo Autran (Porfirio Díaz), José
Lewgoy (Felipe Vieira), Glauce Rocha (Sara), Paulo Gracindo (Julio Fuentes),
Hugo Carvana (Álvaro), Danuza Leao (Silvia), Jofre Soares (Padre Gil),
Modesto De Souza (senador), Mário Lago (capitán), Flávio Migliaccio (hombre
del pueblo), Telma Reston (mujer de Felicio), José Marinho (Jerónimo),
Francisco Milani (Aldo), Paulo César Peréio (estudiante), Zózimo Bulbul
(periodista), Antonio Cämera (indígena), Mauricio do Valle (guardia de
seguridad), Clovis Bornay (conquistador portugués), Echio Reis, Rafael de
Carvalho, Ivan De Souza, Darlene Glória, Elizabeth Gasper, Irma Álvarez,
Sonia Clara, Guide Vasconcelos, Joel Barcellos.
Fotografía: Luiz Carlos Barreto.
Montaje: Eduardo Escorel.
Sonido: Aluizio Viana.
Música original: Sérgio Ricardo.
Música no original: Carlos Gomes, Giuseppe Verdi, Heitor Villa-Lobos.
Dirección artística: Paulo Gil Soares.
Vestuario: Guilherme Guimaraes, Paulo Gil Soares.
Operador de cámara: Dib Lufti.
Asistentes del director: Antonio Calmon, Moisés Kendler.
Productor ejecutivo: Zelito Viana.
Productores asociados: Luiz Carlos Barreto, Carlos Diegues, Raimundo
Wanderley Reis.
Productor: Glauber Rocha.
Compañía productora: MAPA.
EMILIO
TOIBERO.
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