sábado, 27 de septiembre de 2014

La noche del cazador, de C. Laughton



El misterio del mejor cine


Willa Harper yace en el fondo del río junto al auto con el que, según su segundo esposo el predicador Harry Powell, intentó huir. El tío Birdie la ve mientras intenta atrapar algún pez y después le confiesa a una foto de su mujer muerta veinticinco años atrás, que tenía dos bocas, la segunda fruto del certero tajo que segó su vida. Las imágenes que muestran el cadáver de Willa, parada bajo el agua con su pelo desplegado que semeja a las algas que juegan con él, aparecen como únicas. No sólo por su imprevisibilidad dentro de la diégesis sino, y sobre todo, por su elaboración, por la manera en que la iluminación asocia la muerte a la paz y por la decisión, arriesgadísima para lo que se filma hoy en día, de sostener el plano mucho más allá de lo necesario para provocar la sorpresa. Lo que en otros sería un brillante golpe de efecto, en Laughton deviene una mirada insólita, como la de un espía que acecha a lo desconocido, sobre aquello que ya no se considera. (Como todos sabemos el cine mainstream está hoy empecinado en negar la muerte como un final).

Pero esa mirada insólita, como la de alguien que ve por vez primera, a veces de manera más evidente que otras, recorre todo el film que, permanentemente, se complace en volver lábiles las fronteras discursivas entre el bien y el mal, indicando su carácter de construcciones teóricas y advirtiendo que ambas categorías están mucho más próximas de lo que se nos enseña. Powell tiene tatuadas, en cada una de sus manos, las palabras ‘odio’ y ‘amor’, y es a partir de su vecindad que, con precisión, puede explicar su concepción del mundo como una eterna lucha entre los dos. Pero ¿cómo reconocerlos si no están escritos en alguna parte de los cuerpos de los seres humanos?

Cuando Icey Spoon, suerte de compendio bien intencionado de toda la doxa y patrona de Willa Harper, viuda a su pesar, intenta convencerla de que necesita un nuevo hombre, el montaje alternado enlaza el diálogo entre las dos con planos de un tren avanzando en el que viaja Powell hacia ellas como un mesías dispuesto a realizar su trabajo. Este difusor de la palabra divina, un misógino especializado en asesinar mujeres solas y quedarse con sus ahorros –¿una intencionada parodia del recordado senador Joseph Mc Carthy?–, aparecerá ante la deseante mirada de las dos mujeres como el bien esperado, pero el espectador ya sabe que es un criminal, aunque en extremo pintoresco y simpático. Lo que el discurso señala es que todo depende de cómo se mire, y esto es a su vez tributario de cuánto se sepa.

Tal cosa queda aún más explicitada en el recorrido del personaje central, el niño John Harper, obligado a hacerse responsable de su pequeña hermana Pearl y del dinero que Ben Harper robó, tras asesinar a dos empleados del banco, para asegurar el futuro de sus hijos. (La película transcurre durante los años de la Depresión estadounidense en los castigados Estados del Deep South). Enfrentado a Harry desde que lo conoce, sufrirá una inesperada mutación en el tramo final, señalado por Marguerite Duras –en un texto que forma parte de Los ojos verdes, tan plagado de inexactitudes como certero en sus conclusiones– como uno de los grandes momentos de la historia del cine. Cuando el delincuente, herido, es arrastrado por la policía a un juicio que lo llevará a la horca, repetición de la detención de su padre, John se entera que ha asesinado a su madre. Primero grita “no” –¿por haber accedido a una información que de cualquier manera presentía o porque no quiere que este nuevo padre, a su pesar, sea también ahorcado dejándolo solo en un mundo de mujeres?–. Después toma los billetes, hasta ese momento disimulados en el vientre de una muñeca, significativo escondite, y lo arroja, golpeándolo, sobre el cuerpo encogido de Powell gritándole que él nunca quiso el dinero, que es lo mismo que decir que lo llevaba consigo por un último mandato de su padre biológico.

Esta indeterminación de las motivaciones que están detrás de las acciones, ese volver evidente la ambigüedad que yace tras las conductas y las categorías, se ha enunciado, ejemplarmente, pocos minutos antes. Separados por una ventana abierta que bien puede ser tomada como alusión al cine, Rachel Cooper, que ampara a John y Peral, y Harry Powell, que dice quererlos matar para quedarse con su dinero, pasan la noche entera cantando en la misma oscuridad, cada uno por su lado, el mismo negro spiritual: Moses (se ha escrito que Moisés fue recogido de una canastilla que venía flotando por el río así como John llega hasta Rachel desplazándose por otro río en un bote). Las mismas palabras y la misma melodía están en las bocas de un hombre y una mujer que se piensan a sí mismos como antitéticos y que, sin embargo, están tan cercanos como las manos que tienen tatuadas las palabras ‘amor’ y ‘odio’. Pero ¿quién carga consigo el amor y quién lleva sobre sí el odio? Rachel se preocupa por los niños pero desprecia al resto de la humanidad, sobre todo a las mujeres. Harry –reitero: un misógino– asesina como resultado de un juicio moral previo, pero nunca ha matado a un niño. (Algunos planos como los que dan cuenta de la huída de los niños del sótano muestran a Powell en movimientos dignos de un dibujo animado, y por eso irónicamente malvados.) ¿No son acaso las caras de una misma moneda: dos formas, cercanas, del absolutismo, y de la locura, producido por sus lecturas, y sus encarnaciones, del texto bíblico? De la misma manera que sus admirables intérpretes Lillian Gish y Robert Mitchum, ejemplifican dos momentos, hoy desdichadamente olvidados, del devenir de la industria cinematográfica estadounidense: el cine no parlante y el cine de los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra, o, lo que es lo mismo, la conformación de la industria cinematográfica capitalista nacional y sus postreros logros antes de globalizarse.

Por el uso de la oscuridad y la sombra en la iluminación, que evocan a la parte más interesante del cine alemán de los años ‘20 (esa impresionante aparición del contorno de la cabeza de Powell en la pared del dormitorio de los niños); por los puntos de cámara que se eligen (esa rana gigantesca a la izquierda del encuadre vista como en un plano detalle mientras atrás, y a la derecha, los niños navegan por el río); por la esfumatura de los contornos; por los cerramientos de iris, procedimientos utilizados de manera sistemática, las proporciones de las imágenes varían sin cesar evitando cualquier forma de la monotonía pero también advirtiendo sobre la intención de explorar otras zonas distintas a las que el cine frecuenta, enmascaradas, en el principio y en el final, con el marco propio de un cuento aleccionador para niños, que, acá, parecería que estuviera filmado por un niño que todavía no se ha sometido a ver como quieren los adultos que vea, que no quiere actuar como Rachel Cooper quiere que sus infantes se comporten.

De la comedia (todas las intervenciones del inefable matrimonio Spoon) al drama (las detenciones de Harper y Powell), de la sátira (el último diálogo entre Powell y Willa) al suspense (todas las apariciones, astutamente calculadas dentro del encuadre, de la muñeca que lleva en su vientre el dinero), del relato de aventuras (todo el viaje de los niños) al testimonio de un momento histórico (el juicio de Harry, la enigmática secuencia con la mujer que alimenta a los niños con papas), La noche del cazador se despliega por numerosos senderos sin dar un solo paso en falso. (Confróntese, por ejemplo, con la reciente y desdichada
Lucía y el sexo, de Julio Medem, que también intenta ir adelante acudiendo a tonos diversos.)

Sí, esta única película que dirigió el actor inglés Charles Laughton es también un momento único del desarrollo del cinematógrafo. Y, como toda obra de arte, se propone como una incursión en el misterio. En los misterios, mejor, de la creación, de ese país extranjero que llamamos infancia, de nuestra percepción como espectadores...


Ficha técnica:

La noche del cazador (The Night of the Hunter)
EEUU, 1955.
Inglés, b/n, 93m.
Dirección: Charles Laughton.
Intérpretes: Robert Mitchum (Harry Powell), Shelley Winters (Willa Harper), Lillian Gish (Rachel Cooper), Billy Chapin (John Harper), Sally Jane Bruce (Pearl Harper), James Gleason (Tío Birdie), Evelyn Barden (Icey Spoon), Don Beddoe (Walt Spoon), Peter Graves (Ben Harper), Gloria Castillo (Ruby), Corey Allen (joven de la ciudad), Paul Bryor (el verdugo), Cheryl Callaway (Mary), Mary Ellen Clemons (Clary), Kathy Garver (chica), John Hamilton (hombre de la ciudad), Gloria Pall (bailarina).
Guión: James Agee, Charles Laughton según la novela Night of the Hunter, de Davis Grubb.
Fotografía: Stanley Cortez.
Montaje: Robert Golden.
Música original: Walter Schumann.
Sonido: Stanford Naughton.
Dirección actoral de los niños: Robert Mitchum.
Dirección artística: Hilyard M. Brown.
Decorados: Alfred E.Spencer.
Efectos especiales: Louis DeWitt, Jack Rabin.
Asistentes del director: Jack Sonntag, Milton Carter.
Productor: Paul Gregory.
Compañía productora: United Artists.

EMILIO TOIBERO.

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