Para Emilio
el cine era tan relevante como la vida misma. Y tal vez más. Era muy difícil
que viviera un día sin ver algo de cine; era imposible que viviera un solo día
sin pensar en cine. Las películas le habían invadido la mirada. La perspicacia
con la que escudriñaba una película era la misma que volcaba en la vida real. A
veces al punto de borrar los límites entre una y otra.
Hace diez
años, el 21 de octubre de 2004, moría en Rosario Emilio Toibero: crítico
cinematográfico, analista, profesor, programador, escritor, conferencista y
realizador.
El cine según Emilio
Emilio amaba
el cine que salía de la cabeza de una persona. La noción de autor era para él
sustancial. Sin desatender a la esencia colectiva del cine para Emilio una
película siempre llevaba una firma. “El cine es el arte de contar historias”:
él rechazaba esta idea. La encontraba sosa, conservadora, pobre, hasta
infantil. Los que así entendían al cine lo único que perseguían era
entretenimiento, eficacia. ¿Acaso El año
pasado en Marienbad (Resnais, 1961) no era cine en su máxima expresión?
¿Acaso India Song (Duras, 1975) o Hiroshima mon amour (Resnais, 1959) no
era cine en estado puro? Para Emilio el cine como entretenimiento, como
espectáculo era la peor herencia de los estadounidenses.
Para Emilio
el cine era arte. Por supuesto que amó hondamente a directores que sabían
contar historias (Almodóvar, Hitchcock, Truffaut…). Pero para él lo primordial
era la forma. Con la inteligencia y la sensibilidad puestas a trabajar en la
forma cinematográfica cualquier historia es viable, por más vulgar y repetida
que ésta pueda ser. En la forma está el arte y el artista. “Arte es cuando la
forma se humaniza”, se dice en Dos o tres
cosas que yo sé de ella (Godard, 1967). Los temas del cine, también de la literatura,
no son más que cuatro o cinco: el secreto está en la forma de ponerlos en
escena. “La forma es deseo, el fondo no es más que la tela cuando ya no estamos
ahí”, supo escribir el crítico francés Serge Daney, fallecido en 1992. El término cinéfago con el cual Daney se calificaba a sí mismo, cuajaba
perfectamente con Emilio: éste era un cinéfago por naturaleza.
La estética de una mirada
La mirada
estética de Emilio solía ser tajante: esto sí, esto no.
Esto sí: las
obras, literarias o cinematográficas, que incluyen al lector o al espectador
como parte y no como mero testigo. Los artistas que lejos de subestimar a sus
receptores lo convocan, lo interpelan, lo exigen, lo conmueven, lo incomodan y
hasta lo espantan. Las obras que crean un espectador o un lector y no
viceversa. Si todos llegamos a una obra con una historia detrás pues bien, ese
nuevo encuentro debe servir para cuestionarlo todo, para ponerlo todo patas
para arriba. Las obras-autopsia: de las clases sociales, de los valores
humanos, de la familia, del amor, de la muerte, de la amistad, de la virtud…
Las obras que saben y entienden que el mundo y el hombre que lo habita traman
un vínculo complejo, ambiguo, belicoso y enigmático.
Esto no: las
obras que buscan un receptor-niño, pasivo, un testigo mudo. Las obras que se
estructuran sobre el imperio del entretenimiento, del espectáculo. Las obras
que confirman esa historia que cada cual arrastra detrás, que desechan la
oportunidad de violentar los esquemas morales de ese equipaje histórico. Las
obras edificantes, los artistas que sienten y piensan bien, sin fisuras, que
proponen un mundo del bien y un mundo del mal, claramente escindidos. Las obras
que desechan la ambigüedad, el riesgo, las crisis. Los artistas que pactan con
sus receptores, que persiguen un consenso moral, aquellos que buscan la
expansión en lugar de la profundidad. Los que cargando el estandarte de “lo
popular” se quedan varados en los sentimientos simples (“Lo único que permite
creer en los sentimientos simples es una manera simple de considerar los
sentimientos (…) el modelo estándar de humanidad que se nos ha presentado desde
la infancia”, escribió André Gide).
Emilio programador
Aparte de cinéfagia en Emilio se desarrollaba
también el arte de la programación de películas. Durante años, de hecho, éste
fue su trabajo. Su trabajo y su lid. Son incontables los ciclos de cine que
programó Emilio en diversos sitios de la ciudad. No sólo ciclos de proyecciones
sino también talleres, seminarios, conferencias, exposiciones y congresos. La
lista es interminable.
Primero la
vastedad de su conocimiento en la materia y luego el imperio de su tesón
hicieron posible que los rosarinos que lo desearon pudieran ver una buena
cantidad de films inviables para el nulo paladar de los burócratas culturales.
En esto Emilio jugó como un hereje total. Puso delante de los ojos de miles de
personas imágenes que jamás habían sido proyectadas antes ni después. Movilizó
y perturbó sensibilidades desde ese lugar tantas veces traslúcido del
programador de ciclos de cine.
La tarea de
Emilio como programador, de hecho, nunca se limitó a la mera selección de las
películas a proyectar. Si bien la mayoría de las veces éstas ya habían sido
vistas por él una y diez veces, durante las semanas previas a la fecha de
proyección volvía a verlas nuevamente. Su memoria monumental, también cinéfaga, le hubiera permitido no hacer
esto. Él, sin embargo, por pasión y por rigor, volvía a ver una y cien veces
una misma película; siempre dispuesto a descubrir algo nuevo, algo que la
mirada anterior no hubiera logrado capturar. Para Emilio las películas eran un
territorio al que había que extraerle todos sus secretos, todas sus
sinuosidades. Ver una película una sola vez era para él una ventaja muy grande
que se le daba a la pretensión de hacerse de una verdadera mirada analítica.
Emilio crítico
La frialdad
de su currículum vitae señala que entre
los años 68 y 76 Emilio ejerció la crítica cinematográfica en el diario El Litoral de Santa Fe. Luego, entre el
85 y el 87 hizo lo propio en el diario Hoy
en la Noticia, también de Santa Fe. Entre el 2001 y el 2004 escribió en el
sitio web argentino Otrocampo. Estudios
sobre cine. En sus últimos años escribió, además, para otros portales de
España como Tijeretazos, Enfocarte o Tren de sombras.
Su memoria
era descomunal. Fechas, nombres, escenas, hasta planos efímeros de un film de
hace cincuenta años atrás vivían perfectamente organizados en su cabeza. En él
convivían en armonía una disposición placentera para sentarse a ver una
película y al mismo tiempo examinarla hasta el último detalle; una cosa no
inhibía a la otra, por el contrario.
Para Emilio
una película (sobre todo una buena) es una abundancia de sentidos, más o menos
concatenados pero siempre activos. El ojo es un instrumento que debe ser
sometido a un entrenamiento constante; lo mismo para el oído. Escuchándolo a
Emilio daba la sensación de que nada se le escapaba de un film, que todo lo que
veía le despertaba sospecha de sentido. En su caso, además, la vastedad del
conocimiento no sólo cinematográfico lo habilitaba para capturar cualquier
intertextualidad o referencia cultural por más velada que ésta estuviera
colocada. Y si algo se escurría del conocimiento, pues bien, a los libros.
Porque una película no debía servir sólo para la aplicación de los saberes ya
existentes; el cine era en esencia una fuente de conocimientos nuevos.
Entregarse al análisis de un film, en el mejor de los casos, conllevaba salir
modificados por aquel, nunca iguales.
Emilio realizador
A mediados
de los ’80 Emilio integró en la ciudad de Santa Fe Grupo de Cine, un colectivo
de amantes del cine que se nuclearon con la idea no sólo de realizar películas
sino también diversos tipos de actividades vinculadas (muestras, festivales,
producción teatral, etc.). Integrando este Grupo fue que Emilio dirigió Sospecha (cortometraje en súper 8) y Good Bye Rocco Martini (largometraje en
video U-Matic); ambos estrenados en el año 87.
Diez años
más tarde de aquella experiencia Emilio vuelve a filmar, esta vez en Rosario,
algunos corto y medio metrajes: Escapada
(1997); La luna por estallar y Ratitas (1998) junto a Alejo Sarano; (Una) introducción (posible) a Perseverancia
(1998); Cada uno sabe (1999); Días de 1999 (Una lectura de Konstantino
Kavafis) (1999); Una mirada sobre el
cine argentino sonoro (2003), junto a Florencia Castagnani.
A la hora de
ponerse detrás de la cámara Emilio no abandonaba su ubicuo ideario en torno al
arte como expresión libertaria, todo lo contrario a cualquier abordaje
academicista. El academicismo era para él un territorio de sospecha, un cerco
de confinación al que es obligatorio saltar o avasallar o ignorar. Este es, por
lo demás, el ademán que une a todos los grandes artistas de la historia. Si las
academias sirven para algo es para ofrecernos las reglas clásicas a las que
luego será imprescindible quebrar, revolucionar. Quedarse a dormir la siesta de
los tiempos en esas estructuras clásicas, dedicar la vida y el trabajo a su
confirmación es, sin más, tomar partido deliberado por la ignorancia.
Emilio escritor
Emilio no
sólo se nutría con su cinefagia.
Egresado en la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Santa Fe en el
año 85, fue además un voraz lector y amante de la literatura y de los libros.
Si bien la
mayoría de su obra escrita abunda en temas cinematográficos Emilio también supo
vincularse con otros registros. A fines de 1981 editó un pequeño volumen de
poemas y comentarios cinematográficos titulado River of no return. A comienzos de los años ’90, además, incursionó
en la ficción con una novela inédita titulada La pérdida de la lengua madre.
Tanto el
crítico cinematográfico como el programador, el realizador o el conferencista
no fueron más que diversos gestos de una misma matriz intelectual guiada
siempre por el rigor, el profesionalismo y, por sobre todas las cosas, la
pasión. La pasión fue siempre el eje de todas sus intervenciones, públicas o
privadas, ligadas al sacro terreno de los mundos posibles, es decir el cine. Mauricio Alonso.