La
ley de los más fuertes.
“Oh Alemania, pálida madre. ¿Qué han hecho tus hijos de ti para que entre todos los pueblos provoques la risa o el espanto?” Bertolt Brecht |
Quizás como ningún otro de los films de
Fassbinder, al menos entre aquellos que conozco, Lili Marleen puede interesar
a dos tipos de público que, en este principio de siglo, suelen no coincidir
en sus apreciaciones. Por un lado es el más abiertamente melodramático, a la
manera en que la industria estadounidense entiende el género, en una
filmografía abundante en melodramas; por el otro, permanentemente está
ironizando sobre su elección genérica y trazando vías de conexión –y
resignificándose así– con el resto de la producción del cineasta alemán. Para
que se entienda, un plano como aquel, cercano al final, en que Willie,
mientras llora, ve a su amado Robert dirigiendo un concierto, apenas asomada
por una minúscula ventanilla del gigantesco teatro, de acuerdo a quién lo
mire puede emocionar o desatar una sonrisa, pensando, por ejemplo, en
situaciones similares transitadas por Libertad Lamarque. Esta doble intención
está ya señalada en el casting, cualquiera de los miembros de la pareja
protagónica está visiblemente excedido en años, como solía ocurrir en el cine
clásico de la industria, en relación con la edad de sus personajes, pero esto
que puede molestar, sobre todo en los primeros tramos, una vez aceptada la
clave asumida por el relato, se olvida.
Sobre la historia poco, probablemente nada, pueda decirse; como siempre el interés está en la atrevida, inquietante manera en que Fassbinder la desarrolla. El encuentro furtivo de Willie y Robert, en las afueras del estudio donde ella está intentando grabar su primera versión del tema musical que la hará famosa el día que Alemania declara la guerra, es una situación reiteradas veces vistas, pero el montaje alternado entre la misma y la despedida, igualmente apasionada, pocos metros más allá de Anna Lederer y su hijo Bernd, que debe partir hacia el frente, establece un contrapunto abundante en significancia. Algo similar ocurre con el momento en que Willie debe entrevistarse, por pedido de él, con el Führer. Mientras ella sube inquieta las previsibles escaleras, le pregunta a Hans Henkel cómo debe dirigirse al canciller, haciéndonos creer que el relato nos mostrará el encuentro, pero cuando al fin la puerta monumental se abre sólo se ven unos intensos rayos de luz, como los que solían anunciar las apariciones de Dios en las superproducciones bíblicas, que ocultan el interior y devoran las figuras de los visitantes antes de que la puerta vuelva a ser cerrada dejándonos afuera. Recordando a Erwin/Elvira de En un año de trece lunas o a Franz Biberkopf de La ley del más fuerte, Willie comienza siendo una inocente, mala cantante de cabarets, que, en Zurich, se enamora del único heredero de una acaudalada familia judía que transcurre su vida dedicada a tres tipos de actividades: las económicas, las culturales y las políticas: ayuda a los perseguidos en la Alemania del nacional-socialismo. Willie no puede ver los conflictos que acarrea el hecho de pertenecer a una clase social diferente a la de su amado. Como decía una línea de diálogo de una olvidada, y presumiblemente olvidable, película de Vittorio Caprioli (...Scussi, facciamo l’amore?, 1967): “En Milán la gente de dinero se casa con gente de dinero.” Y, para hacer cumplir la máxima, válida para la burguesía de cualquier lugar del mundo, la familia de Robert, sin ningún remordimiento, pese a su ostensible sensibilidad hacia sus correligionarios en peligro, lleva a cabo un siniestro plan para hacer coincidir el futuro de su hijo con sus cálculos, que incluye mentir y presionar al gobierno suizo, para que Willie, que después de todo es alemana, no pueda volver a entrar a la lustrada Suiza y deba permanecer en su país. Como la protagonista de El matrimonio de Maria Braun, y como tantos otros personajes femeninos de la obra de Fassbinder, Willie debe afrontar su supervivencia. Azarosamente, se convierte en estrella canora del régimen gracias a una melodía compuesta durante la Primera Guerra Mundial, esperando siempre que todo acabe para regresar a los brazos de Robert, repitiendo así la espera de Hermann por parte de Maria. La descripción de la maquinaria cultural del nazismo es precisa y abundante en ironías de todo tenor, como esas agudas líneas de diálogo, dichas por von Strehlow, señalando las diferencias de gusto –sobre arte y mujeres– entre Hitler y Göebbels, que ponen en evidencia como antes que un lubricado engranaje el Tercer Reich fue, ante todo y a partir de conseguir la suma del poder absoluto, un estado anárquico similar al que señalara Pier Paolo Pasolini con relación a la República de Saló. Recurriendo al montaje paralelo, el discurso afirma claramente la existencia de una Alemania oficial, y kitsch, de opereta, que no es otra que aquella que ayudó a construir Leni Riefenstahl cuando hizo coreografiar los movimientos de los asistentes al Congreso del Partido celebrado en Nüremberg para El triunfo de la voluntad (1936), y de otra integrada por los resistentes –el jefe de una de sus organizaciones está interpretado, significativamente, por el propio Rainer Werner Fassbinder–, y los soldados en el campo de batalla. (De la cotidianeidad de ancianos, mujeres y niños que no pueden pelear nada se dice: a veces las ausencias hablan rotundamente). Las imágenes que registran las diversas versiones de la canción “Lili Marleen” cantada por Willie (oyendo sus variaciones puede uno irse trazando un mapa sonoro de la evolución del régimen) y a los soldados, estáticos y silenciosos, oyéndolas en los frentes de batalla proponen un diálogo entre dos tipos de víctimas, pertenecientes a cada una de las Alemanias trazadas en la diégesis, y equiparan dos maneras obligadas de arriesgar la vida: recogiendo, por obra y gracia del sentimiento hacia un hombre, material que prueba la existencia de los campos de concentración, o enfrentándose al enemigo. Derrotada Alemania, disuelto el Reich, Willie elige abandonar su país. Sobre todo por una cuestión práctica, ya no queda con vida nadie que pruebe sus acciones contra el régimen y, por lo tanto, su libertad corre peligro. Mientras lo resuelve va caminando con su enamorado von Strehlow por un plácido bosque, cuando la súbita irrupción en la banda sonora de unas líneas musicales correspondientes al leit-motiv que Peer Raben compuso para Berlin Alexanderplatz, film inmediatamente anterior a éste, lo relacionan con aquel otro bosque –¿o será el mismo?– en el que Reinhold mata a Mieze... ¿Es que así se nos anticipa que Willie se convertirá en otra víctima? Su regreso a Zurich y su posterior huída de los más fuertes, evitando así una nueva humillación, un nuevo sometimiento a su ley, nos la descubren como una nueva Willie, que con pasos briosos abandona el teatro y se pierde en la noche enérgicamente, tras haber adquirido conciencia –lo que es una equiparación osadísima– de la equivalencia entre los poderosos alemanes y los poderosos suizos de signos políticos tan opuestos. Hay un largo y admirable primer plano de la protagonista, al finalizar la última interpretación de la trajinada canción ya nombrada, sobre el que se oye la declaración de rendición de la fuerza bélica alemana. La mirada de ella es cansina, el sufrimiento se adivina en su rostro casi convertido en máscara, pero hay algo en la luz, en el maquillaje, en el vestuario que ya sugieren una mutación, el abandono de su condición de objeto. ¿Será éste aquel sentido obtuso sobre el que discurría Barthes? Rodada con un presupuesto mucho más generoso que aquel con el que, por lo general, contaba Fassbinder –convertido aquí ya en cineasta de repercusión internacional–, oigo, intermitentemente, en Lili Marleen una reflexión sorda, y también una suerte de lamento en torno a los malentendidos y a las transformaciones que prodiga la fama. Willie es el nombre con que llama Robert a la protagonista, y que ella pierde luego para recibir el de la canción popular que la consagra. Sólo recuperará aquel primer apelativo cuando, al final, en otro país, haya vuelto a ser anónima. Pero ¿cuál es su verdadero nombre, más alla de los que le dieron, sucesivamente, su amante y el nazismo? Será quizá el que intente reencontrar en su nocturna partida final. Tomando en cuenta que dos películas posteriores –la cuadragésimo segunda: Lola (1981) y la cuadragésimo cuarta: La ansiedad de Verónica Voss (1982)– también ponen en su centro a artistas, ¿no estará Fassbinder diciéndonos algo sobre su propia, difícil, relación con el éxito y la fama?
Ficha
técnica:
Lili
Marleen
Alemania Federal/ Italia, 1980. Inglés, alemán, francés y polaco, color, 120m. Dirección: Rainer Werner Fassbinder. Intérpretes: Hanna Schygulla (“Willie” Bunterberg/Lili Marleen), Giancarlo Giannini (Robert Mendelsohn), Mel Ferrer (David Mendelsohn), Karl-Heinz von Hassel (Hengel), Erik Schumann (von Strehlow), Hark Bohm (Tascher), Gottfried John (Aaron), Karin Baal (Anna Lederer), Christine Kauffman (Miriam Glaubecht), Udo Kier (Drewitz), Roger Fritz (Kauffmann), Rainer Will (Bernt Lederer), Raúl Gimenez (Blonsky), Adrian Hoven (Ginsberg), Willy Harlander (Prosel), Barbara Valentin (Eva), Helen Vita (Grete), Elisabeth Volkmann (Marika), Lilo Pempeit (Tamara Mendelsohn), Traute Höss (Mujer policía), Brigitte Mira (Casera), Herb Andress (Reintgen), Michael McLernon (Oficial suizo), Jürgen Draeger (Periodista), Rudolf Lenz (Dr. Glaubrecht), Harry Baer (Norbert Schultze), Toni Netzle (Sra. Prosel), Daniel Schmid (Portero), Peter Chatel (Hombre de las SA), Sonja Neudorfer (Sra. Buerbi), Irm Hermann (Enfermera), Herbert Steimetz (Doctor), Alexander Allerson (Goedecke), Rainer Werner Fassbinder (Gustav Weissenborn), Volker Eckstein, Helmut Petigk, Werner Asam, Dirk Galuba. Guión: Manfred Purzer, Joshua Sinclair, Rainer Werner Fassbinder según la novela Der Himmel hat vielen Farben, de Lale Andersen. Fotografía y cámara: Xaver Schwarzenberger. Montaje: Franz Walsch (RWF), Juliane Lorenz. Sonido: Milan Bor, Karsten Ullrich. Música original: Peer Raben. Canción: Lili Marleen, música de Norbert Schultze y letra de Hans Leip. Diseño de producción: Rolf Zehetbauer. Dirección artística: Herbert Strabel. Diseño de vestuario: Barbara Baum. Efectos especiales: Joachim Schulz. Coreografía: Dieter Gackstetter. Asistentes de dirección: Renate Leiffer, Karin Viesel. Producción: Enzo Peri, Luggi Waldleitner. Compañías productoras:Bayerischer Rundfunk (Munich), CIP. Film (Roma), Rialto Film (Berlín), Roxy Films (Munich). Rodaje: 47 días de julio a septiembre de 1980 en Berlín, Munich y Umgebung. Estreno: 15 de enero de 1981 en Berlín.
EMILIO
TOIBERO.
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martes, 3 de junio de 2014
Lili Marleen, de R. W. Fassbinder
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